jueves, 14 de octubre de 2010

Actividad Nº3

c). A la vera del río, la paz se cierne sobre su llanto cansino. Los álamos plateados lloran, como él, el rocío de la mañana primaveral que termina. Los recuerdos que la noche anterior le abrumaron ahora descansan en un rincón de su mente, dando paso a la tranquilidad que por muchos años no tuvo.
Mala suerte que haya tenido que ocurrir una desgracia para apaciguar el tormento de su conciencia. Muerte súbita, dijeron los médicos.
No le pareció justo no tener un asesino a quien cazar y, aunque lo intentase, no era lo bastante estúpido como para poder convencerse a sí mismo de ser el culpable. Tenía claro, sin embargo, que había estado muriendo dentro suyo desde hacía tiempo. Poco quedaba ya de los sentimientos que le había inspirado.
Aunque le molestase, aunque no estuviese acostumbrado a ella, no le quedó otra alternativa que sentir paz. No la que él deseaba, muy lejos de ser la que ansiaba. Mucho más triste que la que soñaba como una utopía, pero paz al fin.
Lloró unas lágrimas más y volvió a sentirse absolutamente miserable. Pensó que el mundo merecía librarse de él de una vez por todas, especialmente ahora que no le quedaba razón para habitarlo. No obstante, era un poco cobarde, aunque mayormente egoísta. Él, aunque no quería vivir ahora, no quería morir tampoco.
Caminó hacia la casona de regreso para preparar el desayuno a la familia, y aunque lo creyeron caballero, en realidad tenía hambre.

30/6/10. Maiki.

miércoles, 6 de enero de 2010

Final Feliz

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No podía. De lo único que estaba segura era de que su cuerpo rechazaba la idea por instinto. Haría cualquier cosa para evitarlo. No importaba perder la vida o la cordura, la familia, el hogar, los sueños. No importaba.
Lo miró a los ojos y se sintió perforada por esa frialdad en la que no creía. En la que no quería creer.
Bajó la vista.
Se acurrucó sobre si misma en esa cama gigantesca y vacía. Esa que se había convertido en el centro gravitatorio del pequeño mundo que componían estando juntos. Donde reían y se abrazaban, donde veían juntos el amanecer y lloraban en silencio las cálidas lágrimas de extrañarse anticipadamente.
Lloró en ese inmenso desierto en el que ya no iba a encontrar sus besos. Miró sus pies en una súplica desesperada, mientras de pie él esperaba de nuevo el silencio.
Cuando las lágrimas ahogaron sus últimos suspiros y él dijo en un susurro que ya no volvería.
En ese instante se sintió morir, morir adrede, porque sabía que no la dejaría nunca. Porque él lo había prometido y ella le había creído. Le creía.
Siempre le creía, incluso ahora, cuando le prometió que nunca más podría verlo.
Sabía que iba a estar ahí, siempre un paso delante del suyo y uno detrás, protegiendo su tesoro. Pero no quería vivir sin sentir su piel, sin fundirse en su aroma.
No podía, cada impulso de su ser se negaba a aceptarlo. Todas las emociones quisieron poner de su parte para evitarlo, resultando en aquel paro cardíaco que logró su cometido. Murió durante 15 segundos. Suficientes para oír la promesa que le devolvió el palpitar a su corazón.
Suficiente para que al tenerla muerta en sus brazos él sintiera en su propio cuerpo la pérdida que le acaba de jurar.
Despertó en el hospital 2 días después, con los labios de él sobre los suyos y la soledad  infinita de su compañía envolviéndola como un velo.
Al final ella había ganado. Al final el lobo se enamoró de la princesa.
Al final, ella tuvo su final feliz. 

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